Él era un hombre de palabra
Cuando Micah Lassiter hacía una promesa, la cumplía, no importaba cuánto le costara hacerlo. Pero su nueva misión, que consistía en proteger a la hija de un millonario de un asesino que estaba acosándola, estaba poniendo a prueba su hasta el momento inquebrantable código moral.
Prudence Street era demasiado independiente como para aceptar la ayuda de nadie, así que tendría que convencerla de que no era más que su nuevo vecino. Poco sospechaba él que proteger a aquella bella y cautivadora mujer iba a convertirse en la más dulce de las torturas.
Micah se había hecho otra promesa a sí mismo: cuando todo aquello acabara, haría todo cuanto estuviera en su mano para que esa mujer fuera suya para siempre.